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TopRazones y sinrazones de la filosofía existencial |
Suárez y el problema del conocimiento histórico |
San Agustín, Heidegger y Nicolás Hartmann |
por Luis Legaz |
Pero no creo falso pensar que en cada época el intelecto maneja unos resortes peculiares que, por así decirlo, le abren unas ventanas, que en otras épocas permanecen cerradas, desde las que contempla un paisaje de verdad, que sólo desde aquel punto de mira es dado contemplar en su singularidad actual. Ni hay tampoco inconveniente en afirmar que el manejo de esos resortes está condicionado en cada época; por lo que, en un sentido muy amplio, podríamos llamar la situación vital del hombre, que no tiene nada que ver con las situaciones de la vida de cada uno. No se trata de que usted, lector, y yo nos encontremos en una situación distinta en la vida, y que esa distinta situación nos haga pensar de modo distinto porque vemos las cosas de otra manera; eso puede tener importancia, pero mucha menos de la que aquí nos interesa, y, en todo caso, de una naturaleza muy distinta. Podemos llamar a los problemas a que apunta esta cuestión sociología del saber. Pero ahora no nos ocupamos de sociología del saber ni de la otra. La situación vital a que me refiero tiene carácter fundamental y afecta a la estructura radical de la vida de un cierto tipo de hombre que tal vez durante siglos mantiene como una constante –susceptible de reaparición– una nota de genericidad, determinada por su peculiar emplazamiento ante Dios, los demás hombres y el Cosmos. Tipos de hombres y situaciones vitales, en este sentido fundamental, son la del oriental, la del griego, la del cristiano medieval, la del racionalista moderno, la del hombre nuevo; sea dicho así por vía de ejemplo, sin dar a esta enumeración ningún valor definitivo. En la base de la situación vital están las creencias, sobre las cuales el hombre alza su sistema de ideas; pero las creencias están a su vez condicionadas por la visión primaria en que a aquél se le ofrecen el mundo, los demás hombres y la Divinidad; por eso la situación vital no sólo condiciona la solución a los problemas fundamentales que desde ella se plantean, sino el mismo planteamiento de los problemas, la selección de unos problemas y la eliminación de otros; el problema de los ángeles, por ejemplo, no puede ser planteado como problema filosófico vivo más que desde una situación vital que esté dominada enteramente por los motivos cristianos.
En este sentido, cuando nos encontramos hoy con el hecho de que por filósofos de mayor y de menor cuantía se habla de la existencia, y con el hecho de que se halla más o menos de moda una filosofía existencial o una pluralidad de filosofías existencialistas, no debemos ver en él sólo un capricho de la moda intelectual, sino que debemos rastrear por los estratos más profundos de la situación del hombre y buscar por ahí las causas de su justificación. Advirtamos que con esto no queremos decir que haya de reconocerse ningún valor definitivo al raciovitalismo de Ortega, al existencialismo de Heidegger ni a cualquiera otra forma pasada, presente o futura de filosofía existencial. Pero insistamos en que si está de moda hablar de Heidegger, por ejemplo, es en virtud de algo que es superior a la moda. Está muy gastado recurrir a Simmel, y por eso podemos excusarnos de repetir sus argumentos acerca de este asunto. Pero sí podemos decir que la moda viene a ser como un destino irrenunciable de todo fenómeno social: o se impone la moda que uno crea, o se sigue la moda que los demás han creado, pero no se puede estar al margen de toda moda, salvo que se quiera ser extravagante. Así también, el filósofo que renuncia a instalarse en la corriente de una moda filosófica, no por eso sólo se hace acreedor de aplauso si él mismo no es capaz de crear algo susceptible de convertirse igualmente en moda. Digo que no merece aplauso sólo por eso, aun cuando puede merecerlo por otra causa; por ejemplo, porque la extravagancia esté en la moda, y la verdad, en él, aun cuando esa verdad no esté ya de moda; pero si no lo está ahora, lo estuvo en otro tiempo, pues no habría sido verdad si nunca hubiese sido moda, es decir, si nunca hubiera sido una corriente intelectual que no sólo recibió el impulso creador de las primeras figuras, sino que arrastró y forzó a la adhesión a las figuras secundarias. Y no es, naturalmente, que la verdad de una filosofía consista en estar o en haber estado de moda, sino que el haber estado o estar aún de moda una filosofía significa que es susceptible de hallar un eco en la situación vital del hombre, y por eso, aun cuando nada se prejuzgue con ello sobre su valor de verdad, queda mostrada la raíz de su justificación. Este fenómeno sociológico, superficial y frívolo de la moda nos lleva, pues, a un problema más hondo; aplicado a nuestro asunto, se formula así: sólo puede ponerse de moda aquella filosofía que se corresponde de algún modo con la situación vital del hombre, desde la cual es creada. ¿Existe en España, en el momento presente, una moda filosófica existencialista? Convendrá, en primer término, esclarecer la certeza del hecho, y comprobado éste, inquirir su por qué, su justificación. Pero, en segundo lugar, habrá que proyectar el hecho en perspectivas de trascendencia, para que los árboles de lo existencial no impidan la visión del bosque de lo eterno.
La generación que aparece como representativa del pensamiento español a partir del Movimiento del 18 de julio, se presenta cargada de preocupación existencialista. En la Revista Jerarquía, que durante nuestra guerra mantuvo con dignidad la vigencia de los valores intelectuales, García Valdecasas, López Ibor y, sobre todo, Laín Entralgo, se ocuparon directamente de la filosofía de Heidegger. Otros jóvenes pensadores de la talla de un Lissarrague, un Gómez Arboleya, un Javier Conde, un Souto Vilas y otros, ponen también de relieve en sus escritos que el existencialismo integra su pensamiento no tanto como un círculo cerrado de soluciones, sino como horizonte y perspectiva que emplaza y enfoca la posición de los problemas. También un artículo mío en la Revista citada contiene alusiones al discutido filósofo germano y, sin perjuicio de reconocerle que ha impreso un nuevo viraje a la filosofía, no es precisamente en tono de adhesión incondicional como me expreso con respecto a su pensamiento. Lo que allí digo sobre Heidegger lo respaldo con palabras de Alfred Delp, S. J., en su libro Existencia trágica, que ha sido traducido al castellano hace unos meses. Sin embargo, en otros escritos míos vuelvo a recurrir a motivos de la filosofía existencial, no porque las soluciones de ésta ejerzan sobre mí ninguna suerte de presión dogmática, sino porque la idea de la existencia es la ventana que inexorablemente hallo abierta ante mí para desde ella plantearme los problemas de la Filosofía, del Derecho y del Estado. Pero si yo, y todos, hallamos abierta precisamente esta ventana intelectual de la existencia, es ante todo porque la existencia define y perfila nuestra situación vital con una urgencia y un dramatismo como el que sólo es propio de las épocas transmutadoras. Y si esto es verdad del hombre en general, lo es con una verdad singularísima del hombre español actual, el cual ha tenido que sentir en sus entrañas lo que cuesta readaptarse a una forma nueva de existir, que no sea un simple cambio de postura en lo superficial, sino, sobre todo, un reajuste integral desde las raíces mismas de la vida. Por eso, cuando alguien (J. Conde) escribe al frente de un libro reciente que en la presente coyuntura del mundo y de España, la existencia apenas encuentra suelo sobre el que fundar su proyecto del instante siguiente, no hace sólo una frase muy moderna y muy de moda, sino que se expresa con la máxima autenticidad y proclama una verdad elemental, pero una verdad que la puede ver él, que la podernos ver nosotros, los hombres de ahora, no porque hayamos leído a Heidegger o a Ortega, sino aun cuando no los hubiésemos leído, o incluso aun cuando no hubiesen existido ni Ortega ni Heidegger. Por eso, toda la filosofía moderna tiene un acusado matiz existencialista; incluso aquella que, como escuela, profesa postulados filosóficos distintos. Esto lo vemos claramente, por ejemplo, en la filosofía del idealismo actualista que representa en Italia Giovanni Gentile, cuyas raíces están en Hegel y Fichte. Si Gentile considera que la Libertad es lo que caracteriza ontológicamente la realidad única que es el Yo, el cual consiste en la actualidad del pensar y del querer, pues no existe ninguna otra realidad anterior que los determine, y toda realidad, por el contrario, es hechura suya, dice algo semejante a la filosofía existencial cuando considera que la Libertad es la característica ontológica de la existencia, como ser primario que se crea su propio mundo; pues somos nosotros, nuestra vida, según Ortega, lo que da el ser a las cosas, creándose su propio mundo. Toda filosofía existencial termina en un imperativo para la acción, del mismo modo que la filosofía gentiliana termina en un imperativo de realización: comprender es realizar y toda realidad es creación. Por eso la filosofía de Gentile ha podido reconocerse como filosofía oficial fascista, porque ha permitido comprender el fascismo como Estado que se crea y recrea de continuo en incesante impulso renovador, sin sujeción a ninguna realidad preexistente, a ninguna norma establecida, sólo dependiente del pensar y el querer actuales del Yo genial que lo encarna y conduce, apoyado por la adhesión siempre renovada de quienes afirman su libertad queriendo al Estado. Los mismos rasgos existencialistas dominan la versión alemana del idealismo objetivo. La filosofía política de este neohegelianismo resulta ser una interpretación de la existencia política del pueblo alemán en el momento presente. Para esta filosofía, el Estado no es tanto –como para el Hegel auténtico, semirreaccionario y semiliberal-burgués– la racionalidad muerta y estática que se representa por la primacía atribuida a la clase de los funcionarios, sino esa comunidad viva que es el Volk, unidad de espíritu y de sangre que se hipostatiza en la persona del Führer. La filosofía propiamente existencial tiene, como todo el mundo sabe, su ascendiente más remoto en San Agustín, y sus raíces próximas en Kierkegaard.
Esta es, me parece, una de las razones más profundas que puede alegar en su favor la filosofía de la existencia o la existencia como idea filosófica. Todavía podemos seguir el hilo de otra línea de justificaciones. A esta línea hemos de buscarle entronques por el lado de la Escolástica, singularmente de la Escolástica española. No voy, por cierto, a cometer la tontería de presentar a Suárez como un precursor de Heidegger, buscando, con fácil erudición, si tal o cual frase del pensador alemán fue dicha, tres siglos antes, por nuestro gran metafísico; el propio Heidegger se sorprendería de ello, pues una vez nos dice que las Disputationes Metaphysicae suarezianas fueron el vehículo por el que la ontología tradicional, la que él combate, se transmitió desde los griegos, a través de la Edad Media, hasta Kant y Hegel. Sin embargo, ni Heidegger ni nadie puede ignorar que en la Escolástica española del barroco, cuyo nombre más representativo es Suárez, juntamente con los de Fernández de Oviedo, Fonseca, Hurtado de Mendoza y Rodrigo de Arriaga, domina un sentido individualizador y existencialista que la sitúa plenamente en la línea de la filosofía moderna, sin dejar, naturalmente, de ser una forma o matiz de la filosofía perenne. ¿Será que en la situación vital en que se hallaba instalado Suárez comenzaba a abrirse la ventana de la existencia? Lo cierto es que Suárez reconoce que el objeto formal del conocimiento no es lo universal, sino lo singular como tal, y que lo universal es sólo fabricado y producido por la actividad conceptual. ¿Se piensa en la trascendencia de esta innovación en la metafísica y la teoría del conocimiento? Con su teoría de la individualidad ha elevado Suárez el rango metafísico del hombre como tal, y al afirmar, en su doctrina de la existencia, que ésta sólo difiere de la esencia por obra del intelecto, pero no real ni modalmente, y que cada componente metafísico del ser posee su propia existencia implicada por su esencia, ha fundamentado la posibilidad del conocimiento histórico, que es un conocimiento de lo individual, que viene a romper la firmeza del viejo aforismo de que sólo es posible ciencia de lo general. Buen tema éste para una tesis doctoral en filosofía: La metafísica y la teoría del conocimiento suareziana y el problema del conocimiento histórico. Hasta aquí, algunas de las razones de la filosofía existencial, como filosofía de nuestro tiempo. Veamos ahora la razón de sus sinrazones. A mi juicio, lo que invalida radicalmente la filosofía existencial de Heidegger –y me refiero concretamente a este filósofo porque es el que ha dado su forma más acabada a una filosofía de la existencia– es el hecho de pretender construir un sistema filosófico al margen del cristianismo, pero con conceptos que precisamente proceden de la antropología cristiana. Heidegger dirá a este propósito que él no cultiva una antropología filosófica, porque toda antropología ha prescindido del problema ontológico del hombre; pero no es menos cierto que ese problema ontológico se lo plantea Heidegger desde unos ciertos conceptos antropológicos, que él diluye en el formalismo de la analítica existencial, al modo como la teoría formalista del Estado proyecta en dimensiones formales universalmente válidas (o que pretenden serlo) determinados conceptos que poseen un contenido político concreto. Heidegger ha tomado de la antropología cristiana los temas capitales de su análisis de la existencia –la caída, el temor, la angustia, la cura, la conciencia, el ser para la muerte, la finitud, la nada–, y, sin embargo, nos da una imagen de la existencia que se contrapone a la existencia auténtica del cristiano. La categoría de la existencia es la temporalidad. Esto me parece indiscutible; no se existe más que cuando hay la posibilidad de decidir sobre la propia forma, y esta posibilidad implica nuestro ser terreno y temporal. Pero de la temporalidad y la muerte no se va a la nada, sino a Dios, y esto no es sólo, como dice Heidegger, una cuestión óntica, sino un problema tan ontológico como el de la existencia misma; como que ahí está la clave del problema ontológico del ser del hombre. El hombre puede decidir con sentido sobre su existencia, porque y en tanto que esta existencia no está llamada a aniquilarse, sino a salvarse. Ese es el drama de la existencia y de la libertad: la posibilidad óntica de decidir la frustración del más auténtico y radical de sus destinos. Pero ahí está también su apoteosis: la posibilidad de realización esencial de esa dimensión de la trascendencia del existir, según el concepto cristiano, a la que Heidegger alude una vez, pero para prescindir de ella por completo. Son dos conceptos totalmente distintos del hombre los que manejan el cristianismo y la filosofía de Heidegger; para el cristiano, el hombre es limitado y finito, porque tiene a Dios sobre sí; para Heidegger, porque la Nada le bordea y le amenaza. Pero la Nada es nada, y por eso el hombre tiene a su disposición todo, porque todo es susceptible de llenar el vacío fundamental de su existencia, mientras que el cristiano sabe que nada, fuera de Dios, puede llenarlo. El cristiano puede ser héroe, pero con humildad; el hombre heideggeriano tiene que ser el héroe orgulloso, que acepta con resignada desesperación su radical finitud: el titanismo de la finitud, de que habla Delp. La existencia del cristiano se emplaza por de pronto en el orden óntico y jerárquico del cosmos; Heidegger –mentalidad de prusianismo– la enfrenta con la nada y el caos, que ha de recibir forma por la decisión existencial, así como Kant se la daba con las categorías del intelecto. No podemos negar que el concepto heideggeriano del hombre y de la existencia se corresponde de modo muy preciso con la situación vital del hombre moderno en general, y que ha dado una expresión muy certera a lo que esa situación objetivamente requiere y significa; pero una cosa es apuntar al sentido de una situación y otra dar satisfacción a sus demandas. La actual filosofía existencial, y en particular la de Heidegger, hace más lo primero que lo segundo. Pero así corre el peligro de tomar como constitución ontológica definitiva del hombre, características que sólo son propias de la situación vital en que actualmente se encuentra. La angustia puede ser una dimensión de la existencia en general; pero el estar angustiado o el sentir la angustia como problema es una característica de los hombres que están en una determinada situación vital. Y hay también el peligro de incurrir en una complacencia o beatería de la situación, como algo irremediable, precisamente porque falta la verdadera preocupación por buscarle una salida. Y así es como esta filosofía puede suministrar la base para un snobismo vitalmente vacío, puramente retórico, que nos lleve a hablar en todo momento de angustia vital, de encrucijadas, de destinos trágicos, de proyectos vitales, y que todo eso sea íntimamente falso, inauténtico, porque acaso la existencia de quienes así hablan está dominada por la frivolidad. Esto, claro es, no puede ser un reproche a la filosofía existencial, sino a cierta literatura que maneja frívolamente sus motivos; pero la ocasión al reproche la da en buena parte el hecho de que esa filosofía esté cultivada por filósofos que no han hallado, ni aun para sí mismos, la vía de salvación de la existencia. No es, pues, contra la existencia como idea filosófica o contra la filosofía existencial contra lo que hay que dirigir la objeción fundamental, pues la filosofía actual tiene que enfrentarse, ante todo, con el problema de la existencia y del hombre, y por eso tiene que ser filosofía existencial o, si se prefiere, como pide Landsberg, filosofía antropológica; pero a condición de integrarla en una concepción cristiana del hombre y de la existencia, esto es, sentando las bases de un existencialismo cristiano. Y, para esto, lo primero es renacer a una vida cristiana: que la estructura y la situación vital del hombre sean cristianas; pues sólo en el cristianismo puede el hombre encontrar el sentido y la salida de su angustia. Lo segundo, volver a la línea de la filosofía cristiana, planteada desde la problemática que nuestra situación exige, y que es una problemática existencial. Para mentes españolas, éste es, en filosofía, el verdadero tema de nuestro tiempo. |
Letters: Un Susurro en la Niebla
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